domingo, 14 de febrero de 2010

Los panteones son testigos

(cinco viñetas sobre el corrido norteño)

1.- A BEER ROAD
Si Homero fundó el poema épico para demostrar que el mar y el vino son del mismo color, los aedas modernos inventaron el corrido norteño para que nosotros tuviéramos un eterno antojo de cerveza. Unos cuantos versos de “Lamberto Quintero” aquilatan la esencia de esta sed metafísica:

Un día 28 de enero,
cómo me duele esa fecha,
a don Lamberto Quintero
lo seguía una camioneta.
Iban con rumbo a El Salado
nomás a dar una vuelta.

Pasaron El Carrizal.
Iban tomando cerveza.
Su compañero le dice:
–Nos sigue una camioneta.
Lamberto sonriendo dice:
–¿Pa qué son las metralletas?

La sonrisa frente a la amenaza, la rima entre “cerveza”, “camioneta” y “metralleta”, la liviandad de estar dispuesto a morirse con tal de salir “nomás a dar una vuelta”: en estos pocos trazos se intuye el perfecto bato norteño. Sin embargo hay que completar sus atributos.

Sombrero Resistol, troca Cheyenne con las balatas pegadas, estéreo Pioneer comprado chocolate en una aduana fantasma, un Marlboro entre los dientes y una lata de Tecate entre los muslos, pegadita a los huevos: así es el anónimo héroe de la norteñidad que transita las carreteras de Tijuana a Hermosillo, de Chihuahua a Durango, de Coahuila a Tamaulipas, uniendo en un helado sorbo de espuma el territorio más vasto y solitario de México. Un hombre que recorre, a 120 kilómetros por hora, el sueño de vivir y de morir en esta tierra donde la violencia es feliz y próspera y un poquito cursi, y las muchachas sólo aceptan bailar con los valientes, y se pasa, con acordeón y bajo sexto, mucho más fácilmente el trago amargo de los dólares perdidos.


2.- ESTO QUE ANDO HACIENDO ES PORQUE NO QUIERO ROBAR
Pasé mi infancia en un pueblo de Coahuila: ciudad Frontera. Mi familia era pobre, así que a los nueve años tuve que buscar trabajo. Muy pronto lo encontré: cantante de autobús. El grupo lo integrábamos mi hermano Saíd y yo. El escenario era el pasillo de un Transportes Anáhuac oloroso a sudor y a metal corroído. Cantábamos viejos boleros norteños y, por supuesto, corridos: “El asesino”, “Pistoleros famosos”, “El polvo maldito”. Cantábamos con voces agudas pero bragadas, porque cuando uno canta corridos de narcos abaleados no puede andarse con mariconerías: hay una savia de valor que los personajes de las historias le contagian a la voz. Luego de dos o tres canciones colectábamos las ganancias y bajábamos en la siguiente terminal. Buscábamos otro transporte y nueva clientela sin importar que la deriva nos llevara más lejos o más cerca de nuestra casa.

Ciudad Frontera es el ápice de un archipiélago de pueblos fantasma: San Buenaventura, Lamadrid, Nadadores, Sacramento… Cada quince o diez minutos aparecía frente al autobús un caserío encalado, una plaza con un kiosko cacarizo de balazos o una alameda que servía para guarecerse de las tolvaneras. De ranchería en ranchería, de dos de la tarde a nueve de la noche, Saíd y yo conocimos el mundo y celebramos la vida y la muerte de sus héroes. Luego volvíamos a casa con las bolsas del pantalón llenas de monedas de a uno y de a cinco.

Una vez, en un trasporte para empleados de la siderúrgica, un obrero me dio un billete de cien pesos y me dijo “A ver: cántate el corrido de Laurita Garza”. En otra ocasión nos agarramos a chingazos con dos güercos que intentaron asaltarnos en medio de un baldío. Supongo que ganamos porque, muy en el fondo, sabíamos que el espíritu de algún pistolero famoso peleaba de nuestro lado.


3.- LAURITA GARZA
Lalo Mora, el rey de mil coronas, fundador de Los Invasores de Nuevo León y compositor de canciones alineadas en la tristeza borracha de Cornelio Reyna o Hank Williams, es también autor de “Laurita Garza”, un corrido norteño que puede arrogarse el título de obra maestra de la narrativa popular mexicana. He aquí el texto íntegro:

A orillas del río Bravo,
en una hacienda escondida,
Laurita mató a su novio
porque ya no la quería
y con otra iba a casarse
nomás porque las podía.

Hallaron dos cuerpos muertos
al fondo de una parcela.
Uno era el de Emilio Guerra,
el prometido de Estela.
El otro el de Laura Garza,
la maestra de la escuela.

La última vez se vieron,
ella lo mandó llamar:
–Cariño del alma mía,
tú no te puedes casar.
¿No decías que me amabas,
que era cuestión de esperar?

“Tú no puedes hacerme esto,
qué pensará mi familia.
No puedes abandonarme
después que te di mi vida.
No digas que no me quieres
como antes sí me querías.”

–Sólo vine a despedirme
–Emilio le contestó–.
Tengo a mi novia pedida,
por ti mi amor se acabó.
Que te sirva de experiencia
lo que esta vez te pasó.

No sabía que estaba armada
y su muerte muy cerquita;
de la bolsa de su abrigo
sacó una escuadra cortita.
Con ella le dio seis tiros.
Luego se mató Laurita.


No es difícil encontrar un retintín tradicional en los primeros dos versos: se aproximan levemente al “En un lugar de la Mancha” con que inicia el Quijote –fórmula que a su vez está basada, como reseña Martín de Riquer, en un oscuro romance recopilado por Luis de Medina en Toledo, en 1596-. También, hay que decirlo, este arranque coincide con la detallada imprecisión geográfica que caracteriza a casi todos los cuentos de cepa folklórica.

A la manera de algunos romances históricos y de la nota periodística, pero también a la manera de novelas contemporáneas que apuestan por el tour de force narrativo, como Crónica de una muerte anunciada o El barón rampante, lo que relata el corrido se resuelve de inmediato, aun en la primera estrofa: Laurita mató a su novio porque ya no la quería.

En la segunda estrofa descubrimos algo a simple vista intrascendente, pero que abona en favor de la tensión y la verosimilitud: Laura Garza era maestra. Se infiere, por la mise en scene, que la suya era una escuela rural. Este dato, que habla de una hipotética preeminencia cultural con respecto a su contexto, aunado al diminutivo “Laurita”, explica por qué Emilio no temió citarse con ella en un lugar escondido sólo para repudiarla. Así, la economía verbal nos permite imaginar el carácter de ambos personajes, lo que da mayor dramatismo al diálogo subsiguiente.
Las estrofas tres, cuatro y cinco refieren el doloroso intercambio de amor y desprecio entre la doncella burlada y el amado inconstante. Esta parte del corrido es bastante simple y no abundaré en sus rasgos tradicionales/populares.

En contrapartida, la última estrofa resulta fulminante: cada verso describe datos específicos como la bolsa del abrigo, el tamaño de la pistola o la cantidad de balazos que recibió Emilio. Esta precisión, que rompe con el tono generalizador del relato, provoca que la escena resulte más veloz. La violencia destaca por su vuelo y se vuelve irónica gracias a los tres diminutivos: la muerte cerquita, la escuadra cortita y Laurita suicidándose.

Si nos rehusamos a los moldes puritanos, el texto de “Laurita Garza” podría catalogarse como conceptista: sus virtudes poéticas no radican en la metáfora, sino en la sugerente combinación de detalles narrativos y accidentes verbales. Por último, creo que carece de importancia si el autor hizo esta humilde joya a sabiendas o no: basta con verla detenidamente para apreciar su fulgor.


4.- LOS PANTEONES SON TESTIGOS
En su carácter de sagas o sergas, los corridos norteños representan un tejido cultural caótico, pero también meticuloso. Todos tienen segundas partes, orígenes remotos, respuestas broncas y coincidencias históricas. Son como un fuego cruzado, un territorio donde distintos planos de la realidad se mezclan. Un aleph hecho a balazos.

En los años 70, Ramón Ayala y sus Bravos del Norte grabaron “Gerardo González”, historia de un pistolero ajusticiado por la policía. Empieza así:

Ya todos sabían que era pistolero,
ya todos sabían que era muy valiente,
por eso las leyes ni tiempo le dieron
el día que a mansalva y cobardemente
le dieron la muerte.

Años más tarde, ya en los 80, el propio Ramón grabó “El federal de caminos”, donde se relata el asesinato de un héroe legal: Javier Peña, agente de la Policía Federal de Caminos. Ésta es la última estrofa:

Javier su deber cumplía.
Cómo poder olvidarlo
cuando sonriendo decía
(da tristeza recordarlo):
–Que me canten los Bravos del Norte
el corrido de Gerardo.

El corrido norteño ha dado origen al metacorrido: si alguien dice que es “el jefe de jefes” de los narcotraficantes, no falta quien le responda que es un pollo que se cree gallo; si Lino Quintana exporta su producto en un carro rojo, Pedro Márquez va de compras a Acapulco en una camioneta gris; si Emilio Varela recibe siete balazos en Los Ángeles, sus hijos y sus nietos y sus bisnietos volverán a Tijuana y San Ysidro a cogerse o a matar o ya de perdis a sacar a bailar a las hijas y las nietas de Camelia la Texana. La realidad histórica de algunos (muy pocos) de los personajes ha dejado su sitio a la avidez de los escuchas por las segundas y terceras partes del relato.

La cantidad de nombres y sucesos relacionados con el género provoca que, como sucede con mucha literatura fantástica posterior a Tolkien, sea necesario establecer catálogos, resúmenes y guías; es decir, corridos que son compendios de corridos. Tal vez el primero –y hasta la fecha el mejor– de estos catálogos sea “Pistoleros famosos”:

Cayeron Dimas de León,
Generoso Garza Cano
y los hermanos Del Fierro
y uno que otro americano.
(…)

Lucio cayó en Monterrey,
Silvano en el Río Grande
(…)

Liquidaron a Ezequiel
por el año del 40
José López en Linares
siguió aumentando la cuenta
y Arturo Garza Treviño
allá en el once sesenta.


“Pistoleros famosos” da cuenta de la mayor aspiración de toda épica: totalizar el mundo en el nombre de un héroe.

Sólo que para el corrido norteño no existe heroísmo más grande que morir. Un hombre puede ser juzgado bueno y cabal porque burla a las autoridades gringas en una avioneta, porque intenta una y otra vez cruzar de mojado, porque bebe su cerveza acompañado de una rubia, mata judiciales, es buen amigo, no perdona las ofensas, exporta pacas de a kilo o, así de simple, mantiene vigente la tradición mexicana de vivir para chingar. Pero no hay heroísmo mayor que dejarse quebrar a balazos. Y si es en la línea fronteriza, mucho que mejor. La penúltima estrofa de “Pistoleros famosos” lo dice a las claras:

Los pistoleros de fama
una ofensa no la olvidan
y se mueren en la raya;
no les importa la vida.
Los panteones son testigos,
es cierto, no son mentiras.


Esta vocación autodestructiva, lo mismo que el afecto que despiertan los antihéroes, los narcotraficantes, los enemigos de la norma, es la raíz del sentimiento épico. Jorge Luis Borges ha dicho que los verdaderos héroes de La Ilíada son, para casi cualquier lector, los troyanos; porque hay más dignidad y belleza en la derrota que en la victoria. Análogamente, en la guerra cultural que se libra en la frontera norte de México los escuchas del corrido sabemos que nos toca jugar el rol de los troyanos.

“Pistoleros famosos” termina con dos versos dignos del clasicismo épico: “murieron porque eran hombres / no porque fueran bandidos”. Claro que estoy haciendo lo que Harold Bloom llama misreading; una lectura equivocada. Seguramente lo que el autor quiere decir es que murieron por valientes y no por vivir fuera de la ley. Pero yo prefiero entender que la causa de su muerte no es la vida que escogieron, sino su inmanente condición de seres destinados a extinguirse: “murieron porque eran hombres / no porque fueran bandidos”.


5.- YA CON ÉSTA ME DESPIDO
Una buena cantina norteña se reconoce por tres rasgos esenciales: hay aserrín en el piso, la cerveza se enfría en hielo y la radiola contiene los mejores discos de Los Tigres del Norte, Los Invasores de Nuevo León y Los Cadetes de Linares.

Lo mismo que los celtas y los legionarios romanos, lo mismo que los tres mosqueteros o el vulgo isabelino, lo mismo que los compadritos argentinos, los cowboys de Colorado y los basuqueros de Medellín, el habitante del norte de México consume su lenta cerveza al amparo de espíritus letales y simpáticos. Burreros suicidas, capitanes incorruptibles, polleros caritativos, guardaespaldas neuróticos e hijos policías que matan a sus narcopadres en edípicos operativos judiciales: ellos son nuestra mitología.

La cantina es la plaza del juglar, la reunión en torno de la hoguera antigua, el territorio semilegendario al que descienden, de vez en cuando, los héroes. Al calor de los tragos, los acordeones y las voces arrequintadas de una buena radiola, el norteño restaura la barbarie que le es tan cara y que, en la era post-salinista, es diezmada por la proliferación de las escépticas flores del Mall, las asépticas franquicias y una exótica sucesión de nuevas leyes de tránsito inaplicables en un país lleno de baches y policías. Hay una esencia pétrea, entre sórdida y mineral, que hace que una buena cantina se asemeje a una cueva o una gruta.

Si la cerveza y los corridos se disfrutan mejor en las carreteras desérticas y las cantinas como cuevas es porque en la confluencia de estos dos ámbitos hay una felicidad casi apache. Y aunque nada o casi nada de la sangre de los indios nómadas sobreviva en la nuestra, hemos hecho del paisaje una forma de destino.
Wallace Stevens escribió una vez que “Ningún hombre es un héroe para quien lo conozca”. Nosotros, que vemos cada mañana nuestra cara en el espejo, y nos enteramos de las noticias vía satélite o por internet, y hemos contemplado nuestras propias vísceras a través de filamentos de fibra óptica, nos conocemos demasiado como para resultar heroicos ante nuestros propios ojos. Pero bastan los tres minutos que dura un corrido para restaurar en nuestra mente una pasión antigua: la de haber sido –en la infancia, en la borrosa película de una parranda, en la memoria comunitaria, en la cama de una prieta muy hermosa– un pistolero famoso, un guerrero que con su espada atraviesa un blando siglo de hamburguesas y refrescos de lata.

Y es este sueño distante lo que nos hace cantar.


(Publicado originalmente en inglés en el volumen Puro Border: Dispatches, Snapshots and Graffiti from the US/Mexico Border. 2003. Incluido posteriormente en el libro misceláneo Corazón de boina verde, 2007.)

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