miércoles, 17 de febrero de 2010

El norte como fantasma

1. JET LAG
Últimamente hice tres cosas que me obligaron a destilar cierta visión de “lo norteño”:
Primero fui a Veracruz. Mi colega de viaje, el Díler Niño Héroe (que no es díler ni mucho menos niño, pero así lo llamaré sólo por ambientar mi historia), se lanzó en taxi a un mercadito suburbano y, arriesgándose a que la policía portuaria y/o la proverbial gandallez porteña le metieran un buen susto, nos fixeó varios gramos de una cocaína dizque guatemalteca que olía a talco del doctor Simi pasado por los pies, pero que pegaba lindísimo –sobre todo porque al nivel del mar el corazón se vuelve menos enfático en sus paranoias.
Lo segundo fue treparme en un avión y volver a Saltillo, a presentar La mara, de Rafael Ramírez Heredia. De la lectura de esa novela obtuve un par de lecciones de historia: me enteré por ejemplo de que, durante el último año, 250 mujeres han sido violadas y asesinadas en la frontera sur de México, casi todas en la zona limítrofe de Tecún Umán, la población más norteña de Guatemala –también conocida por los centroamericanos con el mote de “Tijuanita”. Todavía no se establece la suma de crímenes de índole semejante cometidos ahí durante los últimos diez años (y es que es un territorio que a nadie parece importarle) pero, de acuerdo con las indagaciones de Ramírez Heredia, podrían sumar el doble de las famosas “Muertas de Juárez”. Supongo que las víctimas del sur no cuentan tanto (salvo las que de alguna inopinada forma se relacionan con el zapatismo), porque hasta ahora nadie ha visto a Jane Fonda pasearse con una pancarta por las calles de Tecún Umán.
Lo tercero que hice –como si un Mefistófeles suriano hubiera estado tejiéndome el itinerario de este texto– fue treparme a otro avión y volar a Tijuana, donde estuve menos de 24 horas: apenas lo justo para hablar 30 minutos en una taciturna feria del libro y beber respetables raciones de cerveza Mexicali en los téibols del bulevar Revolución, jugando al juego de adivinanzas típico de los tijuaneros: decidir si esa bailarina de piernas primorosas y silicona hasta los pezones es o no es un señor.
Se dice que Tijuana es la esquina prístina de nuestra norteñidad, el aleph de aspiraciones de una “tercera nación”. Se dice que a Tijuana la hizo Dios un sabadito por la noche para bailar con ella aquerenciada contra el pecho. Sin embargo en este viaje sentí por primera vez la punzada de una desaparición idiosincrásica, la manera en que una mise en scene hollywoodense (por ejemplo una fiesta electrónica en el sexto piso de un estacionamiento donde la seguridad corre a cargo de un pelotón de la mara salvatrucha) empieza a marchitar el guarrito glamour de algunas ciudades norteñas, emparentándolas más con un ardid publicitario que con el mito de subversión y resistencia y violencia-vista-como-pasajera-en-tránsito que alguna vez le diera épica nombradía a nuestros desiertos.
Lo que intento ilustrar con estas tres anécdotas (el rush veracruzano, las Muertas del Soconusco y, en contrapartida, el off-Broadway en que está convirtiéndose Tijuana) es la engañosa articulación de un discurso que ve al norte como una zona privilegiadamente abyecta, una suerte de Arcadia de la degradación, la balacera, el consumo de estupefacientes, el tránsito absoluto, las fiestas hasta el amanecer con mujeres desnudas dando vueltas dentro de tu cabeza y, en general, el estatuto de lo provisorio como identidad colectiva y la autodestrucción ejercida como un derecho civil hardcore.
Si bien es cierto que muchos de estos rasgos de barbarie posmoderna adquieren en ciudad Juárez, Culiacán o Tijuana (e incluso en la reciente escalada de ejecutados que afecta a Monterrey y sus alrededores) un componente mitificador, también es oportuno apuntar que su raíz no siempre nace en el norte: habría que mencionar al menos la influencia del deep south mexicano (zonas rurales de Chiapas, Oaxaca y Guerrero que de vez en cuando nutren la prensa septentrional con su transterrada tradición de la vendetta a machetazos), el anecdotario “residual” que generan ciertas migraciones (formas de violencia organizada que se desarrollan desde Centroamérica a lo largo de todo el país y hasta el sur de Estados Unidos, pero que gozan de mayor publicidad en nuestros pagos), y el muy nórdico –aunque no necesariamente “norteño”– espíritu librempresarial del narcotráfico, que a fuer de tanta mitificación popular y tanta “persecución” aduanera suele escamotearnos el pliegue más significativo de su existencia: se trata de una actividad transnacional, globalifílica, cuyo único motor es la codicia y cuya leyenda fronteriza resulta, en gran medida, un subproducto turístico, un accidente fiscal.
Desde una óptica cercana a la historia de las mentalidades, el norte se ha vuelto una especie de olla podrida de la identidad, un estrato no de “ausencia de cultura” (como han querido verlo a veces espíritus vigorosos pero obtusos, empezando por Vasconcelos), pero sí de múltiples simulacros culturales que a través de los medios de comunicación, la burocracia y nuestra propia complacencia ciudadana desenfocan y trivializan la realidad. Más que un corpus social o geográfico, “lo norteño” define, a mi juicio, una profesión de fe: un afán de pertenencia a ciertos mitos, conductas y códigos.


2. VEO A MIS RECUERDOS PASANDO DE MOJADOS
Vivo en Saltillo. Valga decir vivo en el norte. Valga: vivo en una ciudad hipócrita, balsámica, elíptica y –en cierto modo– horrenda. Una ciudad donde, a causa de la ley seca, los domingos por la tarde resulta más sencillo conseguir drogas ilegales que un six de cerveza. Una ciudad al pie de la Sierra de Zapalinamé y a dos tiros de piedra del Desierto de Mayrán. Una suerte de discotec de bajo impacto o arbolito navideño horizontal que linda al oriente con bosques endémicos y al poniente con plantas de gobernadora que han vivido más de diez mil años. Saltillo: tierra de nadie, “tarea de todos”, “una ciudad para vivir mejor”, “la Atenas del Noreste”, “aquí el que no es poeta hace cajeta”: pestíferas rondallas y mondrianescos espectaculares con la cara de Enrique Martínez Para Presidente decorando una avenida tan polvosa como un western.
¿Qué comparte mi pueblo con ciudades como Hermosillo, Monterrey, Zacatecas, Mexicali, por dar algunos nombres?... No siempre una geografía: mi casa está a mil kilómetros del D.F. y a tres mil de Tijuana. Tal vez sea hora de que empecemos a pensar también en términos de Este y Oeste, nociones a las que no solemos dar importancia pese a que afectan algo tan cotidiano como nuestro huso horario.
No comparte tampoco mi ciudad con otras del norte un estricto corpus de hábitos generados por el entorno natural, social o económico: Coahuila es (o era hasta hace unos días) un estado con bajos índices de violencia, contrario a otros estados fronterizos. Durango tiene mayor emigración que inmigración, a diferencia de lo que sucede en Nuevo León o en la Baja Norte. Y en Zacatecas rifa más el mezcal que la Tecate, con sobrada razón: aquí a las doce del mediodía nos estamos derritiendo entre sudores, allá casi siempre hace un chingo de frío.
¿Cuál será entonces el eje de nuestra “norteñidad”? Me parece que, de manera señalada, un conjunto de símbolos: el desierto (que en realidad no es sólo nuestro, porque el ecosistema llamado Desierto Chihuahuense va desde Arizona hasta el estado de Hidalgo); la franqueza (a veces más histriónica que real, lo digo francamente aunque se enojen mis amigos); el rabelesiano ritual de la fiesta que no se acaba nunca; el ancestral nomadismo comanche traducido en clave posmoderna a los fenómenos de la migración ilegal y la población flotante; y el subversivo privilegio de haber hecho de la violencia (con todo y Tigres del Norte, con todo y cuernos de chivo) nuestro patrimonio, nuestra Gran Aportación al imago nacional.
También nos define un asunto estilístico: quienes creemos en la existencia de este norte inasible hemos perfeccionado, tanto en la literatura como en la vida cotidiana, un delicioso corpus de inflexiones del lenguaje, gestos, hablas tribales, gags y slangs que no siempre coinciden (los del oeste dicen “shtá bien curado, ése”, los orientales nos conformamos con el pétreo “ta con madre, wey”), pero que están dispuestas a contaminarse en tanto se reconozcan como “hablas norteñas”, es decir, ni del sur ni del centro, what ever that means. Esto ha dado lugar a un paradójico chauvinismo tránsfuga y pragmático, casi diría provisional.
Por otra parte, creo que uno de los rasgos mayores de nuestra norteñidad está poco a poco desapareciendo: me refiero al sentimiento insular. Migrante y anónimo, a cientos (a miles) de kilómetros del institucionalismo capitalino, el norteño original era un bato ontológicamente solo, un outsider, un lone ranger intentando construir su identidad regional a punta de apremios y recuerdos. Hubo, creo, un bello momento cultural durante el cual lo que nos hermanaba no era la pertenencia sino la extrañeza, la desemejanza, la distancia –igual que sucediera siglos atrás con los cientos de naciones apaches que rolaban por estos rumbos.
Ahora, en cambio, la globalización de nuestro chauvinismo (y es que hasta los chauvinismos se globalizan: basta echarle una mirada a las naciones árabes para constatarlo) estrangula la mística insularidad del norte mexicano, restándole frescura a su discurso, aunque dándole por otra parte mucha mayor cohesión, y en consecuencia más poder frente al tradicional discurso del nacionalismo centralista.
Mitificar la barbarie devino actitud cosmopolita y hasta colonizadora. Se me ocurre un ejemplo trivial que permite observar de soslayo este fenómeno: recuerdo que cuando yo era niño y vivía en Monterrey (y a contrapelo de las opiniones defeñas, que siempre fijaron en San Luis Potosí su frontera con lo chichimeca) Saltillo era vista por los norteños de cepa como la más cercana ciudad del centro del país; ni qué decir de Zacatecas, incluso de Durango. Ahora, en cambio, el constructio de “lo norteño” se ha difundido y multiplicado, en parte porque somos más conscientes de nuestras semejanzas culturales, pero también porque nuestra resistencia a la tradición ultramontana genera un belicoso “chauvinismo incluyente” (valga otra vez la paradoja).
Entiendo que hay que celebrar el poderío y la expansión de una serie de costumbres, expresiones populares, inflexiones lingüísticas y estructuras simbólicas que ha luchado con éxito por oponerse al acendrado centralismo dominante. Pero, como yo soy negro y estoy enamorado de mi blues, no dejo de sentir nostalgia por el relajado norte de mi primera juventud: sus clicas que aún no eran ejércitos, sus asesinatos a tiro limpio y sin escenografía ni tanta prensa, sus putas casi sin tetas (casi también sin silicón), su música norteña de verdad y no esta bipolar aguachirle grupera, sus escritores (pienso en Abigael Bohórquez, Jesús de León, Joel Plata, Joaquín Hurtado, Paco Luna) voluntariamente provincianos y desdeñosos de la fama de su gremio. En fin: su insularidad sumamente ingenua, pero más radical y sincera que la nuestra.
Estas opiniones no pretenden desestimar las virtudes intelectuales de mi generación: cualquiera sabe que el norte es actualmente uno de los polos culturales más ricos de México. Pero, ¿qué es realmente el norte?... ¿Una geografía, una mercancía, una mera costumbre, un ideario político y verbal? ¿De cuándo a acá nos volvimos tan complacientes con la estandarización del habla, la sacralización de un par de temas obvios, la maquila en escayola de nuestras chulas fronteras?...
Algunas veces me levanto con la sensación de que yo mismo, lanchero acapulqueño avecindado en el desierto por vocación personal, por puro amor a su armonía indecisa y sin fanfarrias, voy otra vez, a causa de la puerca estandarización de unos discursos que se pretenden subversivos, voy otra vez, chingada madre, camino del exilio.


(publicado originalmente en las revistas Literal y Hermanocerdo. 2006)

domingo, 14 de febrero de 2010

Los panteones son testigos

(cinco viñetas sobre el corrido norteño)

1.- A BEER ROAD
Si Homero fundó el poema épico para demostrar que el mar y el vino son del mismo color, los aedas modernos inventaron el corrido norteño para que nosotros tuviéramos un eterno antojo de cerveza. Unos cuantos versos de “Lamberto Quintero” aquilatan la esencia de esta sed metafísica:

Un día 28 de enero,
cómo me duele esa fecha,
a don Lamberto Quintero
lo seguía una camioneta.
Iban con rumbo a El Salado
nomás a dar una vuelta.

Pasaron El Carrizal.
Iban tomando cerveza.
Su compañero le dice:
–Nos sigue una camioneta.
Lamberto sonriendo dice:
–¿Pa qué son las metralletas?

La sonrisa frente a la amenaza, la rima entre “cerveza”, “camioneta” y “metralleta”, la liviandad de estar dispuesto a morirse con tal de salir “nomás a dar una vuelta”: en estos pocos trazos se intuye el perfecto bato norteño. Sin embargo hay que completar sus atributos.

Sombrero Resistol, troca Cheyenne con las balatas pegadas, estéreo Pioneer comprado chocolate en una aduana fantasma, un Marlboro entre los dientes y una lata de Tecate entre los muslos, pegadita a los huevos: así es el anónimo héroe de la norteñidad que transita las carreteras de Tijuana a Hermosillo, de Chihuahua a Durango, de Coahuila a Tamaulipas, uniendo en un helado sorbo de espuma el territorio más vasto y solitario de México. Un hombre que recorre, a 120 kilómetros por hora, el sueño de vivir y de morir en esta tierra donde la violencia es feliz y próspera y un poquito cursi, y las muchachas sólo aceptan bailar con los valientes, y se pasa, con acordeón y bajo sexto, mucho más fácilmente el trago amargo de los dólares perdidos.


2.- ESTO QUE ANDO HACIENDO ES PORQUE NO QUIERO ROBAR
Pasé mi infancia en un pueblo de Coahuila: ciudad Frontera. Mi familia era pobre, así que a los nueve años tuve que buscar trabajo. Muy pronto lo encontré: cantante de autobús. El grupo lo integrábamos mi hermano Saíd y yo. El escenario era el pasillo de un Transportes Anáhuac oloroso a sudor y a metal corroído. Cantábamos viejos boleros norteños y, por supuesto, corridos: “El asesino”, “Pistoleros famosos”, “El polvo maldito”. Cantábamos con voces agudas pero bragadas, porque cuando uno canta corridos de narcos abaleados no puede andarse con mariconerías: hay una savia de valor que los personajes de las historias le contagian a la voz. Luego de dos o tres canciones colectábamos las ganancias y bajábamos en la siguiente terminal. Buscábamos otro transporte y nueva clientela sin importar que la deriva nos llevara más lejos o más cerca de nuestra casa.

Ciudad Frontera es el ápice de un archipiélago de pueblos fantasma: San Buenaventura, Lamadrid, Nadadores, Sacramento… Cada quince o diez minutos aparecía frente al autobús un caserío encalado, una plaza con un kiosko cacarizo de balazos o una alameda que servía para guarecerse de las tolvaneras. De ranchería en ranchería, de dos de la tarde a nueve de la noche, Saíd y yo conocimos el mundo y celebramos la vida y la muerte de sus héroes. Luego volvíamos a casa con las bolsas del pantalón llenas de monedas de a uno y de a cinco.

Una vez, en un trasporte para empleados de la siderúrgica, un obrero me dio un billete de cien pesos y me dijo “A ver: cántate el corrido de Laurita Garza”. En otra ocasión nos agarramos a chingazos con dos güercos que intentaron asaltarnos en medio de un baldío. Supongo que ganamos porque, muy en el fondo, sabíamos que el espíritu de algún pistolero famoso peleaba de nuestro lado.


3.- LAURITA GARZA
Lalo Mora, el rey de mil coronas, fundador de Los Invasores de Nuevo León y compositor de canciones alineadas en la tristeza borracha de Cornelio Reyna o Hank Williams, es también autor de “Laurita Garza”, un corrido norteño que puede arrogarse el título de obra maestra de la narrativa popular mexicana. He aquí el texto íntegro:

A orillas del río Bravo,
en una hacienda escondida,
Laurita mató a su novio
porque ya no la quería
y con otra iba a casarse
nomás porque las podía.

Hallaron dos cuerpos muertos
al fondo de una parcela.
Uno era el de Emilio Guerra,
el prometido de Estela.
El otro el de Laura Garza,
la maestra de la escuela.

La última vez se vieron,
ella lo mandó llamar:
–Cariño del alma mía,
tú no te puedes casar.
¿No decías que me amabas,
que era cuestión de esperar?

“Tú no puedes hacerme esto,
qué pensará mi familia.
No puedes abandonarme
después que te di mi vida.
No digas que no me quieres
como antes sí me querías.”

–Sólo vine a despedirme
–Emilio le contestó–.
Tengo a mi novia pedida,
por ti mi amor se acabó.
Que te sirva de experiencia
lo que esta vez te pasó.

No sabía que estaba armada
y su muerte muy cerquita;
de la bolsa de su abrigo
sacó una escuadra cortita.
Con ella le dio seis tiros.
Luego se mató Laurita.


No es difícil encontrar un retintín tradicional en los primeros dos versos: se aproximan levemente al “En un lugar de la Mancha” con que inicia el Quijote –fórmula que a su vez está basada, como reseña Martín de Riquer, en un oscuro romance recopilado por Luis de Medina en Toledo, en 1596-. También, hay que decirlo, este arranque coincide con la detallada imprecisión geográfica que caracteriza a casi todos los cuentos de cepa folklórica.

A la manera de algunos romances históricos y de la nota periodística, pero también a la manera de novelas contemporáneas que apuestan por el tour de force narrativo, como Crónica de una muerte anunciada o El barón rampante, lo que relata el corrido se resuelve de inmediato, aun en la primera estrofa: Laurita mató a su novio porque ya no la quería.

En la segunda estrofa descubrimos algo a simple vista intrascendente, pero que abona en favor de la tensión y la verosimilitud: Laura Garza era maestra. Se infiere, por la mise en scene, que la suya era una escuela rural. Este dato, que habla de una hipotética preeminencia cultural con respecto a su contexto, aunado al diminutivo “Laurita”, explica por qué Emilio no temió citarse con ella en un lugar escondido sólo para repudiarla. Así, la economía verbal nos permite imaginar el carácter de ambos personajes, lo que da mayor dramatismo al diálogo subsiguiente.
Las estrofas tres, cuatro y cinco refieren el doloroso intercambio de amor y desprecio entre la doncella burlada y el amado inconstante. Esta parte del corrido es bastante simple y no abundaré en sus rasgos tradicionales/populares.

En contrapartida, la última estrofa resulta fulminante: cada verso describe datos específicos como la bolsa del abrigo, el tamaño de la pistola o la cantidad de balazos que recibió Emilio. Esta precisión, que rompe con el tono generalizador del relato, provoca que la escena resulte más veloz. La violencia destaca por su vuelo y se vuelve irónica gracias a los tres diminutivos: la muerte cerquita, la escuadra cortita y Laurita suicidándose.

Si nos rehusamos a los moldes puritanos, el texto de “Laurita Garza” podría catalogarse como conceptista: sus virtudes poéticas no radican en la metáfora, sino en la sugerente combinación de detalles narrativos y accidentes verbales. Por último, creo que carece de importancia si el autor hizo esta humilde joya a sabiendas o no: basta con verla detenidamente para apreciar su fulgor.


4.- LOS PANTEONES SON TESTIGOS
En su carácter de sagas o sergas, los corridos norteños representan un tejido cultural caótico, pero también meticuloso. Todos tienen segundas partes, orígenes remotos, respuestas broncas y coincidencias históricas. Son como un fuego cruzado, un territorio donde distintos planos de la realidad se mezclan. Un aleph hecho a balazos.

En los años 70, Ramón Ayala y sus Bravos del Norte grabaron “Gerardo González”, historia de un pistolero ajusticiado por la policía. Empieza así:

Ya todos sabían que era pistolero,
ya todos sabían que era muy valiente,
por eso las leyes ni tiempo le dieron
el día que a mansalva y cobardemente
le dieron la muerte.

Años más tarde, ya en los 80, el propio Ramón grabó “El federal de caminos”, donde se relata el asesinato de un héroe legal: Javier Peña, agente de la Policía Federal de Caminos. Ésta es la última estrofa:

Javier su deber cumplía.
Cómo poder olvidarlo
cuando sonriendo decía
(da tristeza recordarlo):
–Que me canten los Bravos del Norte
el corrido de Gerardo.

El corrido norteño ha dado origen al metacorrido: si alguien dice que es “el jefe de jefes” de los narcotraficantes, no falta quien le responda que es un pollo que se cree gallo; si Lino Quintana exporta su producto en un carro rojo, Pedro Márquez va de compras a Acapulco en una camioneta gris; si Emilio Varela recibe siete balazos en Los Ángeles, sus hijos y sus nietos y sus bisnietos volverán a Tijuana y San Ysidro a cogerse o a matar o ya de perdis a sacar a bailar a las hijas y las nietas de Camelia la Texana. La realidad histórica de algunos (muy pocos) de los personajes ha dejado su sitio a la avidez de los escuchas por las segundas y terceras partes del relato.

La cantidad de nombres y sucesos relacionados con el género provoca que, como sucede con mucha literatura fantástica posterior a Tolkien, sea necesario establecer catálogos, resúmenes y guías; es decir, corridos que son compendios de corridos. Tal vez el primero –y hasta la fecha el mejor– de estos catálogos sea “Pistoleros famosos”:

Cayeron Dimas de León,
Generoso Garza Cano
y los hermanos Del Fierro
y uno que otro americano.
(…)

Lucio cayó en Monterrey,
Silvano en el Río Grande
(…)

Liquidaron a Ezequiel
por el año del 40
José López en Linares
siguió aumentando la cuenta
y Arturo Garza Treviño
allá en el once sesenta.


“Pistoleros famosos” da cuenta de la mayor aspiración de toda épica: totalizar el mundo en el nombre de un héroe.

Sólo que para el corrido norteño no existe heroísmo más grande que morir. Un hombre puede ser juzgado bueno y cabal porque burla a las autoridades gringas en una avioneta, porque intenta una y otra vez cruzar de mojado, porque bebe su cerveza acompañado de una rubia, mata judiciales, es buen amigo, no perdona las ofensas, exporta pacas de a kilo o, así de simple, mantiene vigente la tradición mexicana de vivir para chingar. Pero no hay heroísmo mayor que dejarse quebrar a balazos. Y si es en la línea fronteriza, mucho que mejor. La penúltima estrofa de “Pistoleros famosos” lo dice a las claras:

Los pistoleros de fama
una ofensa no la olvidan
y se mueren en la raya;
no les importa la vida.
Los panteones son testigos,
es cierto, no son mentiras.


Esta vocación autodestructiva, lo mismo que el afecto que despiertan los antihéroes, los narcotraficantes, los enemigos de la norma, es la raíz del sentimiento épico. Jorge Luis Borges ha dicho que los verdaderos héroes de La Ilíada son, para casi cualquier lector, los troyanos; porque hay más dignidad y belleza en la derrota que en la victoria. Análogamente, en la guerra cultural que se libra en la frontera norte de México los escuchas del corrido sabemos que nos toca jugar el rol de los troyanos.

“Pistoleros famosos” termina con dos versos dignos del clasicismo épico: “murieron porque eran hombres / no porque fueran bandidos”. Claro que estoy haciendo lo que Harold Bloom llama misreading; una lectura equivocada. Seguramente lo que el autor quiere decir es que murieron por valientes y no por vivir fuera de la ley. Pero yo prefiero entender que la causa de su muerte no es la vida que escogieron, sino su inmanente condición de seres destinados a extinguirse: “murieron porque eran hombres / no porque fueran bandidos”.


5.- YA CON ÉSTA ME DESPIDO
Una buena cantina norteña se reconoce por tres rasgos esenciales: hay aserrín en el piso, la cerveza se enfría en hielo y la radiola contiene los mejores discos de Los Tigres del Norte, Los Invasores de Nuevo León y Los Cadetes de Linares.

Lo mismo que los celtas y los legionarios romanos, lo mismo que los tres mosqueteros o el vulgo isabelino, lo mismo que los compadritos argentinos, los cowboys de Colorado y los basuqueros de Medellín, el habitante del norte de México consume su lenta cerveza al amparo de espíritus letales y simpáticos. Burreros suicidas, capitanes incorruptibles, polleros caritativos, guardaespaldas neuróticos e hijos policías que matan a sus narcopadres en edípicos operativos judiciales: ellos son nuestra mitología.

La cantina es la plaza del juglar, la reunión en torno de la hoguera antigua, el territorio semilegendario al que descienden, de vez en cuando, los héroes. Al calor de los tragos, los acordeones y las voces arrequintadas de una buena radiola, el norteño restaura la barbarie que le es tan cara y que, en la era post-salinista, es diezmada por la proliferación de las escépticas flores del Mall, las asépticas franquicias y una exótica sucesión de nuevas leyes de tránsito inaplicables en un país lleno de baches y policías. Hay una esencia pétrea, entre sórdida y mineral, que hace que una buena cantina se asemeje a una cueva o una gruta.

Si la cerveza y los corridos se disfrutan mejor en las carreteras desérticas y las cantinas como cuevas es porque en la confluencia de estos dos ámbitos hay una felicidad casi apache. Y aunque nada o casi nada de la sangre de los indios nómadas sobreviva en la nuestra, hemos hecho del paisaje una forma de destino.
Wallace Stevens escribió una vez que “Ningún hombre es un héroe para quien lo conozca”. Nosotros, que vemos cada mañana nuestra cara en el espejo, y nos enteramos de las noticias vía satélite o por internet, y hemos contemplado nuestras propias vísceras a través de filamentos de fibra óptica, nos conocemos demasiado como para resultar heroicos ante nuestros propios ojos. Pero bastan los tres minutos que dura un corrido para restaurar en nuestra mente una pasión antigua: la de haber sido –en la infancia, en la borrosa película de una parranda, en la memoria comunitaria, en la cama de una prieta muy hermosa– un pistolero famoso, un guerrero que con su espada atraviesa un blando siglo de hamburguesas y refrescos de lata.

Y es este sueño distante lo que nos hace cantar.


(Publicado originalmente en inglés en el volumen Puro Border: Dispatches, Snapshots and Graffiti from the US/Mexico Border. 2003. Incluido posteriormente en el libro misceláneo Corazón de boina verde, 2007.)

jueves, 11 de febrero de 2010

Aforismos sobre arte conceptual

por Sol LeWitt
(versión del inglés de Julián Herbert)

1.- Los artistas conceptuales son antes místicos que racionalistas. Arriban a conclusiones ajenas a la lógica.
2.- Los discernimientos racionales repiten juicios racionales.
3.- Los discernimientos irracionales conducen a una nueva experiencia.
4.- El arte formal es esencialmente racional.
5.- Los pensamientos irracionales deben seguirse de manera lógica y absoluta.
6.- Si el artista cambia de parecer durante la ejecución de una pieza, está comprometiendo el resultado y repitiendo soluciones anteriores.
7.- La voluntad del artista es secundaria al proceso que conduce de la idea a la realización. La voluntad del artista podría ser simplemente ego.
8.- Cuando alguien usa palabras como “pintura” o “escultura”, está connotando toda una tradición y, consecuentemente, acatándola. Lo cual establece límites para el artista, quien podría volverse reluctante a realizar un arte que trascienda dichos límites.
9.- “Concepto” e “idea” son nociones diferenciadas. La primera implica una dirección general, en tanto la segunda es su componente. Las ideas son aplicaciones de un concepto.
10.- Las ideas pueden ser obras de arte; se localizan en una cadena de procesos que puede eventualmente encontrar alguna forma. Todas las ideas no necesitan volverse físicas.
11.- Las ideas no necesariamente proceden en un orden lógico. Pueden lanzarlo a uno en direcciones inesperadas. Pero cada idea debe ser completada en la mente antes de que la próxima se forme.
12.- Por cada obra de arte que adquiere forma física, hay muchas variaciones que no lo hacen.
13.- Una obra de arte puede ser entendida como un conductor entre la mente del artista y la del espectador. Mas este conductor podría no llegar nunca al espectador. Podría, incluso, no dejar nunca la mente del artista.
14.- Las palabras que un artista dirige a otro pueden inducir una cadena de ideas si ambos comparten el mismo concepto.
15.- Dado que ninguna forma es intrínsecamente superior a otra, el artista puede usar cualquier forma: lo mismo un conjunto de palabras que la realidad física; da igual.
16.- Si se utilizan palabras, y éstas provienen de ideas acerca del arte, entonces dichas palabras son arte y no literatura; los números no son matemáticas.
17.- Todas las ideas son arte si el arte es lo que les concierne y se sitúan dentro de las convenciones del arte.
18.- Regularmente, uno entiende el arte del pasado aplicándole las convenciones del presente, pero malinterpretando lo que dicho arte fue para el pasado.
19.- Los cánones del arte son alterados por las obras de arte.
20.- El arte exitoso cambia nuestra comprensión del canon porque altera nuestra percepción.
21.- La percepción de ideas conduce a nuevas ideas.
22.- El artista no puede imaginar su arte; no puede percibirlo hasta haberlo completado.
23.- El artista puede errar en su percepción de una obra de arte (entenderla de manera distinta a quien la creó), pero aún así puede iniciar su propia cadena de pensamiento con base en esta malinterpretación.
24.- La percepción es subjetiva.
25.- El artista no necesariamente entiende su propio arte. Su percepción no es mejor ni peor que la de otros.
26.- Un artista puede percibir mejor el arte de otros que el suyo propio.
27.- El concepto de obra de arte puede implicar tanto la materia de la pieza como el proceso mediante el cual la pieza es producida.
28.- Una vez que la idea de la pieza se estableció en la mente del artista y la forma final se ha decidido, el proceso se realiza ciegamente. Hay muchos efectos secundarios que el artista no puede imaginar. Éstos pueden ser utilizados como ideas para nuevos trabajos.
29.- El proceso es mecánico y no hay que entrometerse con él. Debe seguir su curso.
30.- Hay muchos elementos involucrados en una obra de arte. Los más importantes son los más obvios.
31.- Si un artista usa la misma forma en un grupo de obras, pero cambia el material, uno puede asumir que el concepto del artista involucra el material.
32.- Las ideas banales no pueden ser rescatadas por una bella ejecución.
33.- Es difícil estropear una buena idea.
34.- Cuando un artista domina su oficio demasiado bien, produce un arte inofensivo.
35.- Estos aforismos hablan de arte, pero no son arte.

(publicado originalmente en la revista Oráculo. 2009)