1. JET LAG
Últimamente hice tres cosas que me obligaron a destilar cierta visión de “lo norteño”:
Primero fui a Veracruz. Mi colega de viaje, el Díler Niño Héroe (que no es díler ni mucho menos niño, pero así lo llamaré sólo por ambientar mi historia), se lanzó en taxi a un mercadito suburbano y, arriesgándose a que la policía portuaria y/o la proverbial gandallez porteña le metieran un buen susto, nos fixeó varios gramos de una cocaína dizque guatemalteca que olía a talco del doctor Simi pasado por los pies, pero que pegaba lindísimo –sobre todo porque al nivel del mar el corazón se vuelve menos enfático en sus paranoias.
Lo segundo fue treparme en un avión y volver a Saltillo, a presentar La mara, de Rafael Ramírez Heredia. De la lectura de esa novela obtuve un par de lecciones de historia: me enteré por ejemplo de que, durante el último año, 250 mujeres han sido violadas y asesinadas en la frontera sur de México, casi todas en la zona limítrofe de Tecún Umán, la población más norteña de Guatemala –también conocida por los centroamericanos con el mote de “Tijuanita”. Todavía no se establece la suma de crímenes de índole semejante cometidos ahí durante los últimos diez años (y es que es un territorio que a nadie parece importarle) pero, de acuerdo con las indagaciones de Ramírez Heredia, podrían sumar el doble de las famosas “Muertas de Juárez”. Supongo que las víctimas del sur no cuentan tanto (salvo las que de alguna inopinada forma se relacionan con el zapatismo), porque hasta ahora nadie ha visto a Jane Fonda pasearse con una pancarta por las calles de Tecún Umán.
Lo tercero que hice –como si un Mefistófeles suriano hubiera estado tejiéndome el itinerario de este texto– fue treparme a otro avión y volar a Tijuana, donde estuve menos de 24 horas: apenas lo justo para hablar 30 minutos en una taciturna feria del libro y beber respetables raciones de cerveza Mexicali en los téibols del bulevar Revolución, jugando al juego de adivinanzas típico de los tijuaneros: decidir si esa bailarina de piernas primorosas y silicona hasta los pezones es o no es un señor.
Se dice que Tijuana es la esquina prístina de nuestra norteñidad, el aleph de aspiraciones de una “tercera nación”. Se dice que a Tijuana la hizo Dios un sabadito por la noche para bailar con ella aquerenciada contra el pecho. Sin embargo en este viaje sentí por primera vez la punzada de una desaparición idiosincrásica, la manera en que una mise en scene hollywoodense (por ejemplo una fiesta electrónica en el sexto piso de un estacionamiento donde la seguridad corre a cargo de un pelotón de la mara salvatrucha) empieza a marchitar el guarrito glamour de algunas ciudades norteñas, emparentándolas más con un ardid publicitario que con el mito de subversión y resistencia y violencia-vista-como-pasajera-en-tránsito que alguna vez le diera épica nombradía a nuestros desiertos.
Lo que intento ilustrar con estas tres anécdotas (el rush veracruzano, las Muertas del Soconusco y, en contrapartida, el off-Broadway en que está convirtiéndose Tijuana) es la engañosa articulación de un discurso que ve al norte como una zona privilegiadamente abyecta, una suerte de Arcadia de la degradación, la balacera, el consumo de estupefacientes, el tránsito absoluto, las fiestas hasta el amanecer con mujeres desnudas dando vueltas dentro de tu cabeza y, en general, el estatuto de lo provisorio como identidad colectiva y la autodestrucción ejercida como un derecho civil hardcore.
Si bien es cierto que muchos de estos rasgos de barbarie posmoderna adquieren en ciudad Juárez, Culiacán o Tijuana (e incluso en la reciente escalada de ejecutados que afecta a Monterrey y sus alrededores) un componente mitificador, también es oportuno apuntar que su raíz no siempre nace en el norte: habría que mencionar al menos la influencia del deep south mexicano (zonas rurales de Chiapas, Oaxaca y Guerrero que de vez en cuando nutren la prensa septentrional con su transterrada tradición de la vendetta a machetazos), el anecdotario “residual” que generan ciertas migraciones (formas de violencia organizada que se desarrollan desde Centroamérica a lo largo de todo el país y hasta el sur de Estados Unidos, pero que gozan de mayor publicidad en nuestros pagos), y el muy nórdico –aunque no necesariamente “norteño”– espíritu librempresarial del narcotráfico, que a fuer de tanta mitificación popular y tanta “persecución” aduanera suele escamotearnos el pliegue más significativo de su existencia: se trata de una actividad transnacional, globalifílica, cuyo único motor es la codicia y cuya leyenda fronteriza resulta, en gran medida, un subproducto turístico, un accidente fiscal.
Desde una óptica cercana a la historia de las mentalidades, el norte se ha vuelto una especie de olla podrida de la identidad, un estrato no de “ausencia de cultura” (como han querido verlo a veces espíritus vigorosos pero obtusos, empezando por Vasconcelos), pero sí de múltiples simulacros culturales que a través de los medios de comunicación, la burocracia y nuestra propia complacencia ciudadana desenfocan y trivializan la realidad. Más que un corpus social o geográfico, “lo norteño” define, a mi juicio, una profesión de fe: un afán de pertenencia a ciertos mitos, conductas y códigos.
2. VEO A MIS RECUERDOS PASANDO DE MOJADOS
Vivo en Saltillo. Valga decir vivo en el norte. Valga: vivo en una ciudad hipócrita, balsámica, elíptica y –en cierto modo– horrenda. Una ciudad donde, a causa de la ley seca, los domingos por la tarde resulta más sencillo conseguir drogas ilegales que un six de cerveza. Una ciudad al pie de la Sierra de Zapalinamé y a dos tiros de piedra del Desierto de Mayrán. Una suerte de discotec de bajo impacto o arbolito navideño horizontal que linda al oriente con bosques endémicos y al poniente con plantas de gobernadora que han vivido más de diez mil años. Saltillo: tierra de nadie, “tarea de todos”, “una ciudad para vivir mejor”, “la Atenas del Noreste”, “aquí el que no es poeta hace cajeta”: pestíferas rondallas y mondrianescos espectaculares con la cara de Enrique Martínez Para Presidente decorando una avenida tan polvosa como un western.
¿Qué comparte mi pueblo con ciudades como Hermosillo, Monterrey, Zacatecas, Mexicali, por dar algunos nombres?... No siempre una geografía: mi casa está a mil kilómetros del D.F. y a tres mil de Tijuana. Tal vez sea hora de que empecemos a pensar también en términos de Este y Oeste, nociones a las que no solemos dar importancia pese a que afectan algo tan cotidiano como nuestro huso horario.
No comparte tampoco mi ciudad con otras del norte un estricto corpus de hábitos generados por el entorno natural, social o económico: Coahuila es (o era hasta hace unos días) un estado con bajos índices de violencia, contrario a otros estados fronterizos. Durango tiene mayor emigración que inmigración, a diferencia de lo que sucede en Nuevo León o en la Baja Norte. Y en Zacatecas rifa más el mezcal que la Tecate, con sobrada razón: aquí a las doce del mediodía nos estamos derritiendo entre sudores, allá casi siempre hace un chingo de frío.
¿Cuál será entonces el eje de nuestra “norteñidad”? Me parece que, de manera señalada, un conjunto de símbolos: el desierto (que en realidad no es sólo nuestro, porque el ecosistema llamado Desierto Chihuahuense va desde Arizona hasta el estado de Hidalgo); la franqueza (a veces más histriónica que real, lo digo francamente aunque se enojen mis amigos); el rabelesiano ritual de la fiesta que no se acaba nunca; el ancestral nomadismo comanche traducido en clave posmoderna a los fenómenos de la migración ilegal y la población flotante; y el subversivo privilegio de haber hecho de la violencia (con todo y Tigres del Norte, con todo y cuernos de chivo) nuestro patrimonio, nuestra Gran Aportación al imago nacional.
También nos define un asunto estilístico: quienes creemos en la existencia de este norte inasible hemos perfeccionado, tanto en la literatura como en la vida cotidiana, un delicioso corpus de inflexiones del lenguaje, gestos, hablas tribales, gags y slangs que no siempre coinciden (los del oeste dicen “shtá bien curado, ése”, los orientales nos conformamos con el pétreo “ta con madre, wey”), pero que están dispuestas a contaminarse en tanto se reconozcan como “hablas norteñas”, es decir, ni del sur ni del centro, what ever that means. Esto ha dado lugar a un paradójico chauvinismo tránsfuga y pragmático, casi diría provisional.
Por otra parte, creo que uno de los rasgos mayores de nuestra norteñidad está poco a poco desapareciendo: me refiero al sentimiento insular. Migrante y anónimo, a cientos (a miles) de kilómetros del institucionalismo capitalino, el norteño original era un bato ontológicamente solo, un outsider, un lone ranger intentando construir su identidad regional a punta de apremios y recuerdos. Hubo, creo, un bello momento cultural durante el cual lo que nos hermanaba no era la pertenencia sino la extrañeza, la desemejanza, la distancia –igual que sucediera siglos atrás con los cientos de naciones apaches que rolaban por estos rumbos.
Ahora, en cambio, la globalización de nuestro chauvinismo (y es que hasta los chauvinismos se globalizan: basta echarle una mirada a las naciones árabes para constatarlo) estrangula la mística insularidad del norte mexicano, restándole frescura a su discurso, aunque dándole por otra parte mucha mayor cohesión, y en consecuencia más poder frente al tradicional discurso del nacionalismo centralista.
Mitificar la barbarie devino actitud cosmopolita y hasta colonizadora. Se me ocurre un ejemplo trivial que permite observar de soslayo este fenómeno: recuerdo que cuando yo era niño y vivía en Monterrey (y a contrapelo de las opiniones defeñas, que siempre fijaron en San Luis Potosí su frontera con lo chichimeca) Saltillo era vista por los norteños de cepa como la más cercana ciudad del centro del país; ni qué decir de Zacatecas, incluso de Durango. Ahora, en cambio, el constructio de “lo norteño” se ha difundido y multiplicado, en parte porque somos más conscientes de nuestras semejanzas culturales, pero también porque nuestra resistencia a la tradición ultramontana genera un belicoso “chauvinismo incluyente” (valga otra vez la paradoja).
Entiendo que hay que celebrar el poderío y la expansión de una serie de costumbres, expresiones populares, inflexiones lingüísticas y estructuras simbólicas que ha luchado con éxito por oponerse al acendrado centralismo dominante. Pero, como yo soy negro y estoy enamorado de mi blues, no dejo de sentir nostalgia por el relajado norte de mi primera juventud: sus clicas que aún no eran ejércitos, sus asesinatos a tiro limpio y sin escenografía ni tanta prensa, sus putas casi sin tetas (casi también sin silicón), su música norteña de verdad y no esta bipolar aguachirle grupera, sus escritores (pienso en Abigael Bohórquez, Jesús de León, Joel Plata, Joaquín Hurtado, Paco Luna) voluntariamente provincianos y desdeñosos de la fama de su gremio. En fin: su insularidad sumamente ingenua, pero más radical y sincera que la nuestra.
Estas opiniones no pretenden desestimar las virtudes intelectuales de mi generación: cualquiera sabe que el norte es actualmente uno de los polos culturales más ricos de México. Pero, ¿qué es realmente el norte?... ¿Una geografía, una mercancía, una mera costumbre, un ideario político y verbal? ¿De cuándo a acá nos volvimos tan complacientes con la estandarización del habla, la sacralización de un par de temas obvios, la maquila en escayola de nuestras chulas fronteras?...
Algunas veces me levanto con la sensación de que yo mismo, lanchero acapulqueño avecindado en el desierto por vocación personal, por puro amor a su armonía indecisa y sin fanfarrias, voy otra vez, a causa de la puerca estandarización de unos discursos que se pretenden subversivos, voy otra vez, chingada madre, camino del exilio.
(publicado originalmente en las revistas Literal y Hermanocerdo. 2006)
miércoles, 17 de febrero de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario